El papagayo redondo

Dr. Roberto Sánchez

Hay un pueblo en el interior de Venezuela, un pueblo del Llano, donde no hay montañas, solamente pequeñas colinas, y por no haber montañas en ese pueblo, sopla mucho viento todo el año. En ese pueblo llamado Pariaguán, todos los niños son muy buenos volando papagayos, ellos los llaman voladores, y no sólo son buenos volando papagayos, sino que en ese pueblo se hacen los papagayos más bellos y rápidos de toda Venezuela.
Había un pequeño niño llamado Ramoncito, a él lo llamaban Monchito, y ese niño se había ganado la fama de hacer los voladores más preciosos de todo Pariaguán. El ponía todo su amor al hacer un papagayo, él mismo buscaba las cañas de bambú cerca del río, escogía las más delgadas, las cortaba con sus propias manos, no usaba ningún machete y las ponía a secar al Sol. Utilizaba cordeles hechos por él mismo, y no pabilo, como usaban otros niños y del papel, ni hablar, usaba los papeles más bellos, pintados por él mismo. Al pintar sus papeles, les podía dar dos o tres manos de pintura y de esa manera hacerlos más resistentes al viento. Al terminar cada papagayo los probaba y siempre se elevaban en el primer intento.
Monchito vuela su papagayo como siempre...
Le gustaba ver a sus papagayos elevarse hasta el cielo y poder sentir en la cabuya como lo halaba, tratando de escaparse en busca de libertad. Era como si él mismo volara y él mismo tocara las nubes. En una ocasión voló uno tan alto que lo perdió de vista y para recogerlo, pasó todo un día enrollando la cabuya.
En algunos casos, si un papagayo se elevaba rápidamente y volaba muy bien, él lo dejaba ir, le parecía que los voladores que eran muy rápidos e inquietos, pertenecían al cielo y por eso los dejaba ir, no sin sentir algo de tristeza, pero a su vez con mucho amor.
Monchito comienza a elaborar su papagayo redondo...
Un día se propuso realizar algo diferente, quería crear un papagayo distinto a todos los que él había creado, y decidió hacer un volador redondo. Se puso manos a la obra, buscó las mejores cañas en el río y no las dejó secar al Sol, sino que las dobló estando aún frescas, sabía que si no esperaba a que se secaran, las podía doblar y darles la forma que el quisiera. Buscó unas cañas gruesas para el marco y otras más delgadas para el esqueleto, buscó cordel del más fino y con él trenzó las cañas. A cada unión le dio varias vueltas para hacerlas más resistentes.
Consiguió en la bodega un papel delgado, pero muy fuerte, había tenido suerte porque recientemente habían llegado de Caracas nuevos papeles y por eso el papel era más fresco. Decidió cortarlo en triángulos, los cuales al unir por su lado le daban la forma redonda al papagayo. Creó ocho lados, o sea, el papagayo quedó como un octágono. Pintó cada triángulo de papel de colores diferentes, todos muy brillantes y de colores muy vivos, azul, rojo, amarillo, anaranjado, verde, dorado, lila y un bellísimo rosado que le recordaba a su madre, ya que éste era el color favorito de su mamá.
Pegó los bordes de cada triángulo entre sí, con la mejor pega que consiguió. Después de secarse el papel, cosió con mucha paciencia cada lado de cada triángulo, uniéndolos entre sí y luego le colocó pega a los agujeros creados por la aguja, para que desaparecieran y se reforzaran las uniones, tardó casi un mes en completar su papagayo.
Al tenerlo listo, un día domingo en la mañana decidió ir a probar su maravilloso papagayo redondo. Fue hasta la colina más alta de las que estaban cerca del pueblo. Había viento, no muy fuerte, pero fue suficiente para elevar cualquier volador. Se fue solo, como iba cada vez que volaba un papagayo por primera vez, le gustaba disfrutar de ese momento, él con su volador y nadie más.
Subió a lo alto de la colina, colocó el volador en contra del viento, agarró el cordel y corrió colina abajo, soltando a su vez al papagayo, el cual se elevó escasos metros y cayó al suelo. No era la primera vez que ésto le pasaba, a veces a los papagayos había que enseñarlos a volar, y no todos se elevaban en la primera oportunidad.
Así que sin perder el ánimo, volvió a subir la colina y volvió a empezar, nuevamente tomó el volador, lo elevó con sus manos, salió corriendo colina abajo y soltó la cuerda para que se elevara, pero pasó lo mismo, el papagayo se elevó muy poco y cayó al suelo violentamente:
  • ¿Qué pasa?, -se preguntaba-.
Intentó elevar su papagayo muchas veces, sin perder el ánimo. Pasó todo el día tratando, pero fue imposible.
Seguía preguntándose que sucedía, no encontraba explicación, en todos sus años de constructor y volador de papagayos, nunca le había pasado ésto. Consideraba que era su mejor volador, el más bonito y colorido, el que había hecho con más cariño y cuidado, por lo tanto, debía volar mejor que ningún otro, pero lo cierto es que, el papagayo no volaba. Se sintió algo frustrado, ese papagayo tenía que volar y además muy alto.
Después de mucho pensar sin hallar una respuesta positiva, decidió consultar con su abuelo Jacinto, quien en su epoca había sido el mejor volador de papagayos de todo el llano venezolano. Su abuelo le había enseñado todo sobre voladores y también ciertos trucos para volarlos en base a su experiencia. Pero el abuelo tal vez un poco heredado de su gran afición por los voladores, vivía solo y muy lejos del pueblo. Los voladores siempre están solos cuando vuelan y eso era lo que más le gustaba al abuelo del volar papagayos.
Así que un fin de semana, Monchito le dijo a su mamá:
  • Me gustaría visitar a mi abuelo para que me ayude a elevar el papagayo más bonito que he realizado. Me iría un viernes, después de salir del colegio y regresaría el lunes en la mañana, bien temprano.
Tomó un poco de comida, agua, unas frutas y emprendió el viaje, no sin antes despedirse de su mamá y de su papagayo redondo, al que le dijo:
  • No te preocupes, que regresará con una solución para que puedas volar.
Luego de caminar mucho por un camino de tierra, llegó a la casita del abuelo, éste se puso muy feliz al verlo y saber de ellos. Después de la bendición y un abrazo, le contó al abuelo el motivo de su visita. El abuelo se le quedó viendo, y como siempre, esas personas que saben mucho de algo, que no dan respuestas directas sino que te resuelven el problema preguntando, le preguntó por qué vuela un papagayo. Monchito, ni corto ni perezoso le respondió que era el viento el que lo hacía volar, empujándolo hacia arriba:
  • Bien, -contestó el abuelo-, o sea, que si tienes un buen papagayo y un buen viento, debes tener un buen vuelo hacia arriba, ¿verdad? ... ¿Pero qué otra cosa deben saber tú y tu volador para poder elevarse?
Ramoncito quedó pensativo, no entendía muy bien la pregunta del abuelo. ¿Cómo era eso de que el papagayo tenía que saber cosas?. El abuelo volvió a preguntar:
  • Cuando tú quieres ir a algún lado, ¿Qué tienes que saber?.
Monchito le contestó:
  • Bueno, debo saber a donde quiero ir.
  • ¡Exacto!, -le respondió el abuelo-, entonces, ¿Qué debe saber el papagayo para poder volar?.
Monchito entendió todo el problema, ya estaba todo claro, le dijo al abuelo:
  • Pero es cierto, la cometa, el volador o el papagayo necesita saber donde es arriba y donde es abajo. Un volador redondo no puede saber donde es arriba o abajo, hay que ayudarlo de alguna manera.
El abuelo rió sonoramente, que orgulloso estaba de ese nieto, y le volvió a preguntar:
  • ¿Y cómo vas a hacer para enseñarle a ese volador redondo donde es arriba y donde es abajo?, recuerda que él no entiende lenguaje o señas.
  • Bueno, le pondré algo guindando que le indique donde es abajo y así sabrá que tiene que ir al contrario.
  • ¡Claro!, -le dijo el abuelo-.
Monchito decidió colocarle una cola, el Abuelo se la hizo de materiales especiales, telas en tiras que él había ido guardando para algo especial. Los abuelos siempre guardan todo para momentos especiales y éstos siempre llegan.
Monchito partió a su casa de inmediato, no esperó al día siguiente, llevaba consigo la cola que había hecho el Abuelo.
Al llegar a la casa, buscó el papagayo, le colocó la cola y corrió a la colina más cercana, soltó el papagayo redondo y corrió colina abajo y éste se elevó, tan rápidamente y con tantos bríos, que casi no tenía tiempo de soltarle la cuerda. Pedía más y más cuerda, se veía tan feliz el papagayo, tan contento, era una locura, subía, bajaba, se iba de lado y de repente se aquietaba, como si disfrutara del viento.
Era sin duda el mejor volador jamás hecho, se sentía tan feliz que decidió, luego de horas de volarlo, soltarlo para que se fuera con el viento. Soltó una lágrima de tristeza, pero al verlo volar e irse, Ramoncito le dio las gracias porque ese papagayo le había enseñado lo importante de muchas cosas.
Monchito está orgulloso de sus papagayo redondo...

 

Otros cuentos del Dr. Roberto Sánchez

 
Nota: Si la reprodución de este cuento en este sitio va contra algún derecho de copyright, favor de comunicarlo inmediatamente a <cugarte@ESTOLOQUITASati.es>.