Corazón de silicio

(IF, Novatica 125)

 

Félix Barbeito Berenguer

 

¡Que día tan cansado! ¡Que horror! Pero había valido la pena: después de patearme todo el Salón Absoluto de la Informática, había obtenido un buen número de pequeños folletos con las últimas y m<s revolucionarias ofertas en ordenadores. Pero necesitaba un descanso.

 

Me salí al exterior y me senté en el primer banco que ví, al Sol de aquella apacible tarde de otoño. Dejé mis papeles al lado y saqué de mi bolsa un par de donuts cuadrados, que tanto me gustaban. Mientras me reconciliaba con mi estómago y con mis piernas, levanté la vista al cielo: el día se presentaba despejado y el Sol, azul, pues IBM, como medida publicitaria, lo había pintado de ese color. Las nubes llevaban escrito el lema "El Salón, lo mejor de lo mejor" y se les había prohibido moverse de su sitio durante toda la semana. Realmente era sorprendente hasta donde llegaba la tecnología ...

 

En fin, lo mejor sería echarle un vistazo a los folletos y amenizar así el improvisado ágape. ¡Aggg ! ¿Y LOS FOLLETOS? ¿D[NDE SE HABQAN METIDO? ¡No estaban en su sitio! Me levanté de un brinco y miré bajo el banco, en la papelera de al lado, al aire por si habían salido volando ... Nada. Vi pasar una paloma y le pregunté:

 

- Oye: ¿No te habrás comido mis folletos, por casualidad?

- No -fué su parca respuesta-, y me quedé con la duda de si me decía la verdad o no.

 

Dos asistentes a alguna de las muchas conferencias pasaron a mi lado y les oí comentar:

 

- ¡Te juro que los tenía en la mano! No les he quitado el ojo de encima. Y ahora no sé dónde est<n.

- Yo tampoco encuentro los míos. ¿Volvemos a mirar dentro de la m<quina de Coca-Cola?

- Es que no quiero mancharme el traje otra vez...

 

En ese momento tuve la intuición de mirar en derredor y ví un paisaje dantesco: lo que antes era un lugar al aire libre de solaz y recreo se había convertido en un paraje dominado por figuras encorbatadas que buscaban en el éter sus folletos desaparecidos. Algunos, sospechando que se trataba de una maniobra de la competencia, habían llegado a las manos, a los pies, a todas partes.

 

¿Pero qué estaba pasando? Decidí dar una vuelta para intentar despejarme y llegar a una conclusión mínimamente lógica. Deambulando entre reyertas e intentos de suicidio (por el tiempo perdido para nada), acabé al otro lado del edificio poligonal que albergaba la Exposición. Era un lugar dedicado a carga y descarga, poco cuidado y menos frecuentado aún. Allí, sobre el hormigón manchado de aceite, vi a un chico bastante joven que se manejaba con una gran cantidad de folletos.

 

Me acerqué por su espalda sin hacer ruido hasta ponerme detrás suyo. Aparentemente estaba ensimismado en una ardua labor de clasificación y ordenación. ¡Un momento! ¡Mis folletos! (Estaban allí! Los reconocí porque los había numerado con mi DNI en el reverso por si se me caían al suelo y alguien los cogía por error. ¿Qué estaba haciendo con ellos? ¿Acaso vivía de vender papel reciclable?

 

... Pentium a novecientos megahercios con doscientos mil megas de disco y treinta y cuatro mil de RAM : ¡qué guai! Otro al lote de sistemas de bajo coste. A ver: Tetra-Heptium, equipo con cuatro procesadores mirándose el uno al otro, ideal para la Administración ... ¡Que guapo! Este en los equipos de sobremesa. ¿Quién me habrá estropeado el folleto con estas cifras escritas en boli? ¡Así no hay quien coleccione nada!

 

¡Ahora lo entendía! Era un fanático de la Informática. Reconocí los detalles típicos de estas personas: una antena implantada bajo la oreja para transmisión de lo que ve y oye a su casa por Internet vía radiopaquete, diskettes plegables de quinientos megas en el bolsillo derecho, un ratón de emergencia en el izquierdo, motivos electrónicos tatuados en las palmas de las manos ... Pero ¿qué hacía con mis papeles?

 

- Oye, chaval, a ver qué pasa, que esos papeles son míos -le pedí cortésmente.

 

El chico se giró y, por un instante, me sentí digitalizado en mil millones de puntos que viajaron inmediatamente hasta un remoto punto de la ciudad por el vacío. Con descaro, me contestó:

 

- Si los quieres, me los tendrás que quitar.

- ¡Pero si no son tuyos! ¿Por qué los has robado?

- Porque no puedo desperdiciar mi precioso tiempo buscando entre todos esos garitos que han montado dentro y acabar inflado de ofertas que no me interesan porque los papeles que quiero ya se han agotado: por eso los cojo prestados a los demás.

- ¿"Prestados"? ¿Por cuánto tiempo?

- Unos mil años, aproximadamente. Pero tranquilo: si me das tu dirección, llegado el momento mi abogado te los devolver<.

 

Aquello era m<s de lo que podía soportar: cogí al jovenzuelo y comenzamos a pelearnos, a revolcarnos por el suelo, a decirnos palabras malsonantes, a darnos patadas, a tirarnos del pelo, le rompí su antena internetera (pero la suplió arrancándole el cable al ratón de emergencia y dejándolo colgado: aunque la calidad de transmisión era peor, la tecnología digital suplía el problema y todo quedaba reducido a que ahora enviaba las imágenes en blanco y negro)... En fin, nos estuvimos dando de tortas un buen rato a la vista de un camión de transporte internacional que dormitaba plácidamente bajo el Sol azul. Nuestra trifulca acabó cuando, en un golpe de viento, vimos salir volando nuestros (también mis) folletos: emprendieron el camino de la libertad con destino desconocido aún por ellos mismos y se alejaron r<pidamente, sin que pudiéramos capturar ni uno solo ...

 

El chico se quedó postrado, la vista fija en el suelo, con cara de abatimiento. Me sacudí la ropa y me quedé mirándolo, casi con comprensión:

 

- Me he quedado sin folletos... Adiós colección. Ya puedo quemar los que tengo en casa.

 

Por un instante observé el cielo y seguía igual de apacible, impertérrito ante aquella fenomenal batalla que se había producido entre dos pequeños gigantes de la Informática. El Sol comenzaba a recuperar su color natural y las nubes, acaso envidiosas de los papeles, se iban en su busca.

 

Me agaché hasta su altura y le señalé un punto en el horizonte:

 

- Pues, ahí donde lo ves, ese árbol no est< conectado a Internet. Impresionante, ¿verdad?

 

Sus ojos reflejaron estupor: ¿Cómo era posible? Después reflexionó que para qué podía querer un árbol conectarse a Internet...

 

- Pero, aun así echa raíces, crece, tiene flores, hojas y ramas y muchos p<jaros se posan en Jl. Ahora, si quieres, puedes digitalizar esa imagen y enviarla a tu casa.

 

Se sonrió y me dijo con ojos expresivos:

 

- Sí, vaya, supongo que en la vida hay cosas mejores que los ordenadores.

 

Miramos de nuevo al cielo, que ya no tenía que competir en azul con el Sol, y a las nubes, que ya no recordaban palabra alguna. Atrás quedó aquella Exposición y volvimos cada uno a nuestro hogar.



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