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Novática 141 (Septiembre-Octubre 1999)

Sección: Sociedad de la Información / Personal y transferible
 

El silencio de los corderos

José Accino
 

"Es necesario que sean los empresarios y no los universitarios los que valoren el interés tecnológico de los proyectos de colaboración económica ya que se ha visto que los intereses son contrapuestos y también es necesario armonizar el interés empresarial de mantener en secreto los resultados de la colaboración universitaria para competir mejor en los mercados con el interés universitario de publicar esos trabajos para mejorar sus méritos curriculares."

Es notable el contraste entre esta opinión del director del PTA en Málaga, Felipe Romera [1998], y la respuesta dada por el pionero informático Butler Lampson [1986], acerca de qué tipo de pensamiento conduce a la mayor productividad en el campo de la informática: Si de las matemáticas se aprende a razonar lógicamente y a manejar factores abstractos, de las ciencias físicas o de las humanidades se aprende a hacer conexiones en el mundo real.(1) Parece, en efecto, improbable que las empresas cuyos intereses preocupan al Sr. Romera consideren útil la investigación en huma-nidades, aunque cabe que modifiquen su opinión si se les promete con ello mayor productividad.

Lo anterior permite introducir un hecho preocupante: el que la mayor parte de los interesados en la función docente -léase: enseñantes y pedagogos (2)- se mantengan todavía, por lo general, al margen del necesario debate sobre las consecuencias del actual momento del desarrollo tecnológico. Considerando la enorme cantidad de artículos y congresos que se hacen sobre este tema, tal afirmación puede parecer temeraria. Sin embargo, aunque sus contenidos giren en torno al uso de redes, multimedia o web, casi todos muestran como premisa inicial la aceptación, sin discusión alguna, del modelo socioeconómico que conforma la difusión masiva de las tecnologías de la información (3). No se trata en este momento de cuestionar la conveniencia de un determinado modelo de sociedad, sino el que gran parte del estamento docente de todos los niveles se adscriba al mismo sin discusión, movido en muchos casos por un sentimiento entremezclado de arrobamiento ante la novedad y un vago temor a quedar "descolgados", sin preguntarse, al menos: "descolgados ¿de qué?".

Tampoco es algo que afecte sólo al entorno docente, ya que la tecnologización es un agente de cambio que trasciende a la opinión pública como valor positivo, sin que ningún otro factor rompa la imagen de neutralidad que se le atribuye [Díaz Nosty, 1995]. Aunque hay voces críticas -teóricos de la comunicación, sociólogos, juristas- con la sociedad mediático- global que parece venírsenos encima, pedagogos y docentes suelen estar ausentes de este debate, limitando su aportación a los aspectos operativos de las posibles aplicaciones de la tecnología a la enseñanza. Es sintomático el que muchos de estos trabajos empiecen por apoyarse en el tosco utopismo de Negroponte para, antes o después, hacer alguna declaración de principios sobre las enormes posibilidades educativas de las nuevas tecnologías, frase que, repetida acríticamente, ha llegado a convertirse en un auténtico fetiche y que, como tal, tiende a ocultar, dando por sabido y aceptado, más que a desvelar.

Oculta, por ejemplo, que esas nuevas tecnologías no lo son tanto, puesto que los ordenadores, las redes y el trabajo distribuído son conocidos desde hace bastantes años. Es cierto que con prestaciones inferiores, pero tampoco los Ford-T disfrutaban de dirección asistida y, no obstante, resulta obvio que nadie habla de nuevo "automovilismo" (y no será porque la velocidad y la movilidad no hayan cambiado nuestra forma de vivir). Hablar de "nuevas" tecnologías significa escamotear su genealogía y estimular la falsa imagen de una nueva lámpara de Aladino abierta a todas las posibilidades imaginables. Todo lo contrario, entre esas posibilidades que se intuyen y la probabilidad de que lleguen a hacerse efectivas se interponen múltiples instancias de todo tipo -técnicas, sociales, económicas, políticas- que pueden dar un giro radical a tan hermoso panorama, porque detrás de cada nueva herramienta, señala Moncada [1995], hay un conjunto de intereses que se fortifican con su aplicación y que impiden su modificación o transformación.

Ya el sociólogo Henri Lefebvre [1975] apuntaba que la informática o la construcción de autopistas no son exactamente producción en el sentido clásico, producción de cosas o bienes, sino que forman parte de una nueva escala y de una nueva modalidad de la producción, la producción del espacio. A partir de la segunda revolución industrial, el proceso productivo experimenta, gracias al desarrollo de los medios de comunicación, una creciente liberación de condicionantes geográficos tales como las materias primas o los mercados localizados, dando lugar, a partir de los años cincuenta, a la aparición de una forma de organización espacial específica de la sociedad industrial avanzada: el área metropolitana, precisamente caracterizada por la difusión de las actividades y funciones en el espacio y la interpenetración de dichas actividades según una dinámica independiente de la contigüidad geográfica [Castells, 1972]. A partir de la misma década, la productividad se desplaza progresivamente desde la fórmula tradicional -capital, trabajo, materia prima- a la ecuación formada por ciencia, tecnología y gestión. La actual difusión masiva de las tecnologías comunicacionales viene a culminar estos procesos al desvincular la producción de sus últimos condicionamientos espaciales: presencia de mano de obra y marcos -económicos, legales, políticos- nacionales [Castells y Hall, 1994].

La tópica referencia a las autopistas de la información encierra por tanto algo más que una simple metáfora: es el reconocimiento explícito de una nueva organización del espacio -y su corolario, el "tiempo real"- articulada en torno al flujo de información que discurre por las redes: marco espacial propio de la economía informacional, como las áreas metropolitanas organizadas en torno a los movimientos de mercancías y mano de obra sobre vías de comunicación rápidas lo eran de la sociedad industrial.

Resulta entonces fácil entender por qué, con idéntico empeño al aplicado a partir de los años cincuenta a la expansión del sector automovilístico y sus infraestructuras -y de la organización espacial asociada-, nos es presentado hoy el escenario de una sociedad, paradigma de racionalidad, donde la interactividad proporcionada por las autopistas de la información dará acceso a un sistema de comunicación global con enormes posibilidades de desarrollo personal, participación y democratización, pero del que -cómo no- serán excluídos cuantos no sigan el obligado camino iniciático: nuevo espacio y nuevos flujos económicos, pero también una nueva frontera para la segregación, porque en esa "nueva" sociedad, precisamente por su carácter global, la privación de la información significa la exclusión también total. Se revela así el carácter único y totalizador del discurso subyacente al aparente pluralismo que, se nos dice, es característico de la sociedad de la información (4).

La exclusión -y el miedo a la misma- es la cara oculta, bastante menos divulgada, del paradigma informacional. Incluso cuando se hace referencia al rechazo a la innovación, se suele poner su origen en causas formativas -el miedo a perder el empleo, entre ellas-, operacionales o psicológicas [Fariña y Arce, 1993], todas ellas atribuíbles al individuo, pero sin apuntar el miedo inducido a la exclusión. Sin embargo, el ascenso del informacionalismo en este fin de milenio va unido al aumento de la desigualdad y la exclusión en todo el mundo. Lejos de ser coyuntural, existen relaciones sistémicas entre el capitalismo informacional, la reestructuración del capitalismo, las tendencias de las relaciones de producción y las nuevas tendencias de las relaciones de distribución. O, en pocas palabras, entre la dinámica de la sociedad red, la desigualdad y la exclusión social [Castells, 1998] (5).

Poner el paradigma tecnológico en su contexto socio-económico, permite reformular el discurso sobre sus posibilidades educativas en términos más precisos porque, en definitiva, será tal contexto el que condicione qué opciones, entre las virtualmente posibles, se conviertan en realmente probables. Si las posibilidades abiertas por la tecnología son casi infinitas y muchas de ellas son altamente beneficiosas no es consecuencia de su pretendido carácter taumatúrgico sino efecto ineludible de su continuo desarrollo. La cuestión, muy distinta, que realmente nos interesa aquí, es saber cuántas y cuáles de esas posibilidades serán admisibles -digeribles, debería decirse- por el marco socioeconómico real en el que esa tecnología se ha desarrollado. Sería ingenuo engañarse con la ilusión, divulgada por obvias razones de interés, de que todas ellas vayan a tener oportunidad de hacerse realidad en "el mercado más importante y lucrativo del siglo XXI" (6).

La ferviente adhesión de muchos docentes al uso educativo de la tecnología no es nueva, por más que los resultados de experiencias pasadas no muevan precisamente al optimismo. Recuérdese, por ejemplo, el caso de la televisión educativa: que la televisión ejerce una labor modeladora es evidente, como a estas alturas lo es también el que tal "formación" no se realiza, salvo testimonialmente, en la dirección prevista por los postulantes de su uso educativo. El discurso reduccionista y acrítico sobre las posibilidades educativas de ese medio ha dado paso a la realidad impuesta por un modelo socioeconómico que tiene su propia visión acerca del uso más adecuado para sus intereses de tan "enormes posibilidades".

Si admitimos que toda actividad educativa supone la existencia, más allá de normas académico-legales, de un proyecto de persona y de sociedad vinculado a las propias expectativas del docente, resulta sorprendente la escasez de reflexiones críticas sobre las consecuencias que pueda tener la sociedad de la información. Varias hipótesis podrían formularse acerca del por qué de la sumisión al lugar común de las "enormes posibilidades educativas" que preside la mayor parte del actual discurso tecnopedagógico.

Dada la imposible neutralidad de la actividad docente, se puede descartar el que tal sumisión se deba a la inexistencia de proyecto alguno. Incluso si la sociedad modelada por el desarrollo tecnológico coincidiese con las expectativas personales del docente, cabría esperar que se fundamentase en convicciones motivadas de manera racional (Habermas), ya que es razonable suponer que ningún docente se prestaría a actuar como simple quintacolumnista de intereses que le son ajenos. Son múltiples los conceptos-fetiche habituales en las relaciones entre educación y tecnología, aunque pueden resultar ilustrativos los referidos a la educación infantil y a la "necesidad" de la alfabetización informática y tecnológica.

Dejando a un lado los casos especiales en que un ordenador puede ayudar a resolver situaciones específicas, el principal argumento de los valedores de la introducción obligatoria del ordenador en la educación infantil apunta al desarrollo de la creatividad, motivada a la manipulación por medio del ordenador de objetos virtuales, cualesquiera que éstos sean. En el estado actual de la tecnología, un sistema informático se configura como una sucesión de niveles: los objetos que el usuario manipula -textos, gráficos, cifras- se sustentan en las estructuras de datos y los algoritmos definidos por el programador, quien, a su vez, actúa condicionado por el lenguaje y el entorno utilizado, que descansan sobre el sistema operativo y éste sobre los componentes físicos de la máquina. Por tanto, para ser precisos, al hablar de creatividad vinculada al uso del ordenador sería necesario especificar el nivel en que tal creatividad se desarrolla. Por ejemplo, el trabajo de un escritor se desarrolla sobre la página virtual proporcionada por la aplicación de tratamiento de textos, pero nadie diría que el ejercicio creativo está intrínsecamente ligado al uso del ordenador. En este contexto puede decirse que el único ejercicio creativo que requiere de un modo obligado el uso del ordenador es el que se orienta al ordenador en sí mismo: el desarrollo de software de cualquier nivel, ya que el funcionamiento del ordenador, su transformación en una máquina virtual, es su finalidad intrínseca. Ya que el usuario actúa sobre los objetos creados a partir de la aplicación y que, en el caso de la educación infantil, la mayoría de éstos mimetizan objetos del mundo real, es lícito preguntarse si el mismo nivel de creatividad podría obtenerse por otros medios, si es más conveniente hacerlo así y, en cualquier caso, el por qué del discurso sobre la necesidad de tecnificar la educación infantil. Podríamos también preguntarnos el papel que desempeñan las circunstancias profesionales y las expectativas personales del docente, la motivación que pueda experimentar dando curso a su creatividad -que no la de los niños- y si podría hacerlo igualmente por otros medios.

En cualquier caso, son bastantes más la preguntas que se suscitan que las respuestas que se obtienen, lo que no es obstáculo para que la "necesidad" de incorporar del ordenador en la educación infantil se haya convertido en un elemento más del paradigma tecno-educativo.

M. Area Moreira [1997] sigue a Zubero para apuntar, ace-tadamente, que (cursivas mías) el discurso dominante sobre las nuevas tecnologías, tanto en los medios de comunicación como en las esferas políticas y empresariales de las sociedades occidentales es un discurso económica y políticamente interesado en resaltar las bondades de sus efectos, optimista sobre el futuro hacia el que caminamos y axiomático sobre su "necesidad", que apenas deja sitio para la discrepancia y el análisis crítico. Sin embargo, en su opinión, ya que una persona analfabeta tecnológicamente queda al margen de la red comunicativa que ofertan las nuevas tecnologías, paradójicamente viene a concluir que la alfabetización informática es "necesaria" para todos, con lo que termina por reafirmar el axioma que parecía pretender denunciar.

La necesidad de la alfabetización tecnológica presenta, sin embargo, varias lagunas, no siendo la menor de ellas la ambigüedad del término debido a las diversas acepciones que parecen querer significar quienes lo utilizan. En la mayoría de los casos, se quiere designar el dominio de las técnicas adecuadas para obtener la información. Es éste un saber que, con obvia lógica económica, la misma tecnología se encarga de hacer cada vez menor7. Es, además, un saber individual ya que son, sobre todo, los individuos y no los grupos los destinatarios primeros de las nuevas tecnologías [J. L. Cebrián, 1998]: "el teléfono móvil, el ordenador personal, la fragmentación temática de los canales de televisión, [...] son todos ellos inventos dedicados al individuo" (8). Este "saber cómo", reducido por definición a la esfera de lo operativo, no sólo no incluye sino que tiene a gala el ocultar el "saber por qué" es característico del saber social.

En una segunda acepción, la alfabetización tecnológica debería proporcionar los elementos necesarios para, más allá del consumo pasivo, seleccionar y comprender la información recibida. Sin embargo, no es evidente que se pueda obtener mayor comprensión de los contenidos de la información por el simple conocimiento del medio tecnológico que le sirve de vehículo, ya que el dominio técnico-operativo de un medio es incapaz, por sí solo, de proporcionar valores o elementos de juicio ajenos a él mismo. Dado que la información apunta a una realidad con existencia propia, su análisis y comprensión requieren elementos de juicio y escalas de valores aplicables a dicha realidad -por ejemplo, conocimientos procedentes de otra ramas del saber o valores éticos- que el simple conocimiento instrumental es incapaz de proporcionar (9).

Señalaba Lampson a este respecto: "Mandad al diablo esa idea de la alfabetización informática. Es absolutamente ridícula. Estudiad matemáticas. Aprended a pensar. Leed. Escribid. Estas cosas tienen un valor más duradero. Aprended a demostrar teoremas: a lo largo de los siglos se ha acumulado una gran cantidad de pruebas que sugieren que esta habilidad es transferible a muchas otras cosas". No parece que, viniendo de quien viene, tal propuesta pueda ser tachada fácilmente de tecnofobia. También Castells [1998] ha señalado cómo la creciente polarización salarial no es un fenómeno a corto plazo que desaparecerá cuando haya más personas preparadas para la tecnología actual, sino que es una consecuencia ligada al modelo ocupacional que caracteriza a la economía informacional a la que no escaparán ni siquiera quienes parecen ser sus beneficiarios más inmediatos: los trabajadores del conocimiento [K. S. Taylor, 1998(2)].

El discurso reduccionista sobre la "necesidad" de la alfabetización informática viene a cumplir entonces otra función: reforzar en la conciencia colectiva la idea de la "necesidad" inexorable del advenimiento de la sociedad tecnológica, utilizando para ello el amenazante sentimiento de exclusión de quienes no sepan, puedan o quieran adaptarse a tal escenario. Si el dominio ejercido por el discurso tecnológico estriba precisamente en esa afirmación axiomática de su propia necesidad, es evidente que su negación no puede pasar por la aceptación de la misma. Por el contrario, habrá que intentar poner al descubierto las falacias que se esconden tras algunos momentos implícitos en ese discurso: la sociedad informacional es deseable y necesaria, como lo es el adaptarse so pena de quedar marginado.

Los postulantes de la sociedad informacional sostienen que el acceso a una enorme cantidad de información es en sí mismo deseable, independientemente del grado real de gratificación que presumiblemente pueda obtenerse de tal avalancha informativa. Como apunta Maldonado [1997]: Un gozoso mundo pletórico de mensajes de los que deberíamos ser insaciables usuarios. Si en el pasado, incluso el más reciente, el proyecto coercitivo del poder recurría a la indigencia informativa, ahora en cambio se privilegia la opulencia informativa, cambio de estrategia paralelo a la sustitución del concepto de "dominio" por el de "influencia" (10). Pero si la realidad contiene su propio discurso, la información mediatizada -esto es: a través de los medios y tanto más mediatizada cuanto más sofisticados- es ante todo una re-presentación, un discurso "didáctico" que se interpone entre la realidad y su comprensión, en vez de facilitar ésta última. La sociedad informacional se revela así como universo privilegiado del metalenguaje [H.Lefebvre, 1975] (11).

Qué duda cabe de que el anuncio reiterado de la "necesidad" de la sociedad tecnológica y su correlato, la amenaza de exclusión del disidente, pueden conseguir que llegue a hacerse realmente efectiva, como es obvio que se pretende. Para ello se se aducen, entre otros argumentos, la eficacia o la productividad. No se hacen, sin embargo, explícitos los auténticos referentes del discurso tecnologista: demolición del imaginario colectivo, desregulación, transferencia de parcelas de gestión pública a la privada; en suma: la subordinación de todas las instancias de la vida personal y colectiva a la economía y a la lógica del beneficio (12).

Tampoco es nueva esta justificación ideológica. Ya en 1921, Tawney escribía en su obra clásica La sociedad adquisitiva:"La esencia del industrialismo, en resumen, no es ningún método particular de industria, sino una estimación particular de la importancia de la industria, cuya consecuencia es que se llegue a pensar que es lo único importante que existe, de modo que la industria es elevada del lugar subordinado que debería ocupar entre los intereses y actividades humanas y erigida en norma por la que se juzgan todos los demás intereses y actividades".

Las presiones economicistas no dejan de estar presentes en el entorno docente, como lo prueba la columna cuya cita da comienzo a este análisis. Si la educación superior ha podido conservar su independencia hasta el momento -señala K. S. Taylor- es porque aún no ha llegado a ser completamente susceptible a los métodos de mando y control típicos de la empresa capitalista. Sin embargo, ya se vislumbra como posible obtener un beneficio vendiendo educación superior, o al menos algo que pase como tal a ojos de sus "consumidores". En este contexto, el ordenador deja de ser una "herramienta" para mejorar la calidad del trabajo, para convertirse en una "máquina" cuyo propósito primordial es reducir el costo del producto. [K.S. Taylor, 1998(1) y Noble, 1998].

La presión tecnológico-informacional no se ejerce sólo me-diante una ¿argumentación? cargada de optimismo acrítico sino, sobre todo, por el temor a la amenaza de exclusión derivada de la aparente necesidad, para todos sin excepción, de adhesión al paradigma tecnológico. Sin embargo, tal mecanismo requiere el reconocimiento, común a excluyente y excluido, del valor y carácter deseable del espacio objeto de la exclusión. La amenaza pierde su poder cuando el valor, necesidad y forma de tal espacio son puestos en cuestión mediante un análisis crítico, ya que nadie puede ser excluido de un lugar en el que no se desea estar. El dilema no es, como se nos quiere hacer ver, elegir entre estar informados o renunciar a ello, sino entre aceptar el modelo emergente de vía única de acceso a una información mediatizada o, por el contrario, reivindicar el desarrollo de un modelo informacional realmente plural -democrático- en sus orígenes, contenidos y medios de acceso: tecnodiversidad para la diversidad cultural. Ni es necesario que la sociedad informacional siga el modelo que tan interesadamente nos está siendo impuesto, ni el acceso a la misma tiene por qué hacerse por la vía iniciática exigida. Por el contrario, son las áreas de conocimiento consideradas residuales dentro de la actual avalancha tecnológica las que pueden proporcionar las herramientas necesarias para afrontar críticamente este escenario. Cualquiera otra "alfabetización" -sin otros referentes culturales, socioeconómicos, políticos- que se limite a permitirnos estar en el "lado bueno" de la frontera, el de los informacionalmente preparados, no hará más que reafirmar el mecanismo de exclusión.

No faltará quien argumente que en el trabajo cotidiano del docente no cabe un análisis que en última instancia es, a qué negarlo, político. Sin embargo, también lo es el proceso de reestructuración del sistema productivo actualmente en curso, que no duda en exigir la sumisión absoluta de todas las instancias sociales y, en un lugar destacado, las educativas, a las que se aspira abiertamente a despojar de cualesquiera funciones que no sean consideradas útiles para el mismo.

Asumir como propio tal discurso conlleva riesgos evidentes, no siendo el menor de ellos la cada vez más palpable subordinación de los intereses de todos los ciudadanos a los de los detentadores de la tecnología (13). Por tanto, no parece que sea ajeno a quienes ejercen una tarea pedagógica o docente el clarificar si el objetivo es formar usuarios convenientemente cualificados para ejercer su función de productores/consumidores, o, por el contrario, desarrollar conocimientos, valores y elementos de juicio que permitan, estimulando la participación, pensar la sociedad y tener una visión crítica y activa de los acontecimientos de nuestro tiempo.

Si, como escribe Juan Goytisolo, "el economicismo a secas, el fundamentalismo de la tecnociencia y la prepotencia de la industria cultural arrasan las civilizaciones, cortan las raíces del saber", la complaciente aquiescencia de quienes han asumido como tarea extender ese saber, puede parecerse cada vez más al silencio de los corderos.
 

Bibliografía

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Notas

(1) Lampson trabajó en los años setenta en el Xerox PARC y en los ochenta en Digital Equipment Corporation.

(2) En lo sucesivo emplearemos indistintamente ambos términos, como también los de "educación" y "enseñanza". La distinción, importante en otro contexto, aquí es irrelevante.

(3) Hay escasas excepciones. Es preciso señalar el análisis de Angulo Rasco [1989] sobre los procesos de tecnificación de la educación y sus valores subyacentes que, no casualmente, vienen a coincidir con los propuestos por los defensores de la implantación masiva de medios tecnológicos en la enseñanza. Más reciente es Area Moreira [1997] aunque sus conclusiones son de una contradictoria ambigüedad.

(4) La aparente contradicción se extiende a otros muchos ámbitos: comercio, política, prensa, lo que permite intuir la existencia de procesos absolutamente coincidentes en cuanto a sus actores y finalidades.

(5) Sobre la exclusión, véase Puig de la Bellacasa [s.f.]

(6) Al Gore [1993], citado por Zubero.

(7) Recuérdese la idea, tan extendida hace algunos años, de que el acceso a la informática pasaba "necesariamente" por el aprendizaje de un lenguaje como el Basic.

(8) El documental de Jean Menard "El fin de la televisión" (ScreenLife Prod.) muestra una "casa modelo" donde "nadie hace cosas junto con los demás, cada uno tiene su propia televisión".

(9) Budd [1996] distingue cinco componentes en la alfabetización informativa: visual, tecnológica, organizativa, mediática y cultural. Resulta evidente que las tres últimas suelen estar ausentes en la mayoría de las propuestas tecnoeducativas.

(10) Alain Minc, citado por Díaz Nosty, pág. 16.

(11) "El metalenguaje es el crecimiento exponencial, el único que puede permi-tirse este lujo hoy en día, y me pregunto si no estaremos en presencia de una vasta mistificación. Cuanto más hablamos de cultura más se extiende la incultura. Discutimos sobre el discurso, escribimos sobre la escritura y cada vez escribimos peor".

(12) "El nuevo escenario económico basado en la globalización de la economía y de los mercados, que han generado en los últimos años las tecnologías de la información, hace "necesario" un conjunto de adaptaciones al mismo "desde todos los ámbitos de la vida", y la universidad no es una excepción". F. Romera [1998], (entrecomillados míos).

(13) "La suplantación de los intereses globales de la comunidad por los modelos particulares de convivencia que esos monstruos empresariales querrían implantar es ya un proceso en marcha" [J.L. Cebrián, 1998].
 
 

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